En el puerto de mi tierra, cuando bebía, a don
Miguel le olían los párpados a historia púnica y a pescadito frito. Aquella
mañana pisó nervioso todos los personajes que no eran nómadas de primera
generación, rubias casi ortodoxas de rito antiguo o cocineros
comprometidos con el descubrimiento de la patata.
Lo dejé porque dudaba de sus cualidades de
escritor. Ni la mano, ni el destiempo influyeron.
Años más tarde, a Cartagena le dedicó seis versos y
a mí un nombre indecente y viejo de caballero de otras tierras. Lo demás lo
tiró al mar. Para que luego digan que no había rencor.
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